Los emisarios medievales de la Iglesia Católica llevaron a Gran Bretaña, además de todo el cuerpo de la historia sagrada, un sistema universitario continental basado en los clásicos griegos y latinos. Las leyendas autóctonas como las del rey Arturo, Guy de Warwick, Robín Hood, la Bruja Azul de Leicester y el rey Lear eran consideradas lo bastante adecuadas para el vulgo; sin embargo, a comienzos de la época de los Tudor, el clero y las clases cultas se referían con mucha más frecuencia a los mitos que se encuentran en Ovidio, Virgilio y en los resúmenes de las escuelas de enseñanza elemental sobre la Guerra de Troya. Aunque, en consecuencia, no se puede comprender debidamente la literatura oficial inglesa de los siglos XVI al XIX sino a la luz de la mitología griega, los clásicos han perdido últimamente tanto terreno en las escuelas y universidades que ya no se espera que una persona culta sepa (por ejemplo) quiénes pueden haber sido Deucalión, Pélope, Dédalo, Enone, Laocoonte o Antígona. El conocimiento actual .de estos mitos se deriva principalmente de versiones de cuentos de hadas como las de Heroes de Kingsley y Tanglewood Tales de Hawthorne; y a primera vista esto no parece tener mucha importancia, porque durante los dos últimos milenios ha estado de moda descartar los mitos por considerarlos fantasías extrañas y quiméricas, un legado encantador de la infancia de la inteligencia griega, que la Iglesia naturalmente menosprecia para destacar la mayor importancia espiritual de la Biblia. Sin embargo, es difícil sobreestimar su valor en el estudio de la historia, la religión y la sociología europeas primitivas.
«Quimérico» es una
forma adjetival del sustantivo quimera,
que significa «cabra». Hace cuatro mil años la Quimera no puede haber resultado
más fantástica que cualquier emblema religioso, heráldico o comercial en la
actualidad. Era un animal solemne de forma compuesta que tenía (como indica
Homero) cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente. Se ha encontrado
una Quimera grabada en las paredes de un templo hitita de Carquemis y, lo mismo
que otros animales compuestos, como la Esfinge y el Unicornio, debió de ser
originalmente un símbolo calendario: cada componente representaba una estación
del año sagrado de la reina del Cielo, como lo hacían también, según Diodoro de
Sicilia, las tres cuerdas de su lira de concha de tortuga. Nilsson trata de
este antiguo año de tres estaciones en su Primitive
Time Reckoning (1920).
Sin embargo, sólo una
pequeña parte del cuerpo enorme y desorganizado de la mitología griega, que
contiene importaciones de Creta, Egipto, Palestina, Frigia, Babilonia y otras
regiones, puede ser clasificada correctamente, con la Quimera, como verdadero
mito. El verdadero mito se puede definir como la reducción a taquigrafía
narrativa de la pantomima ritual realizada en los festivales públicos y
registrada gráficamente en muchos y
casos en las paredes de los templos, en jarrones, sellos, tazones,
espejos, cofres, escudos, tapices, etc. La Quimera y los otros animales del
calendario deben de haber figurado prominentemente en esas representaciones
dramáticas que, a través de sus registros iconográficos y orales, se
convirtieron en la primera autoridad o carta constitucional de las
instituciones religiosas de cada tribu, clan o ciudad. Sus temas eran actos de
magia arcaicos que promovían la fertilidad o la estabilidad del reino sagrado
de una reina o un rey —los de las reinas habían precedido, según parece, a los
de los reyes en toda la zona de habla griega— y enmiendas de aquéllos
introducidas de acuerdo con lo que requerían las circunstancias. El ensayo de
Luciano Sobre la danza registra un número imponente de pantomimas rituales que
todavía se ejecutaban en el siglo II d. de C.; y la descripción de Pausanias de
las pinturas del templo de Delfos y de las tallas del Cofre de Cipselo indica
que una cantidad inmensa de inscripciones mitológicas misceláneas, de las que
no queda actualmente rastro alguno, sobrevivía en el mismo período.
El verdadero mito debe
distinguirse de:
1. La alegoría filosófica,
como la cosmogonía de Hesíodo.
2. La explicación
«etiológica» de mitos que ya no se comprenden, como el uncimiento por parte de
Admeto de un león y un jabalí a su carro.
3. La sátira o parodia,
como el relato de Sueno sobre la Atlántida.
4. La fábula
sentimental, como el relato de Narciso y Eco.
5. La historia
recamada, como la aventura de Arión con el delfín.
6. El romance
juglaresco, como la fábula de Céfalo y Procris.
7. La propaganda
política, como la Federalización del Ática por Teseo.
8. La leyenda moral,
como la historia del collar de Erifile.
9. La anécdota
humorística, como la farsa de Heracles, Ónfale y Pan en el dormitorio.
10. El melodrama
teatral, como el relato de Téstor y sus hijas.
11. La saga heroica,
como el argumento principal de la Ilíada.
12. La ficción
realista, como la visita de Odiseo a los Feacios.
Sin embargo, pueden
hallarse auténticos elementos míticos incrustados en las fábulas menos
prometedoras, y la versión más completa o más esclarecedora de un mito determinado
rara vez la proporciona un solo autor; cuando se busca su forma original
tampoco se puede dar por supuesto que cuanto más antigua sea la fuente escrita,
tanto más autorizada ha de ser. Con frecuencia, por ejemplo, el travieso
alejandrino Calímaco o el frívolo Ovidio augustal, o el sumamente aburrido
Tzetzes, del último período bizantino, dan una versión de un mito evidentemente
anterior a la que dan Hesíodo o los trágicos griegos; y la Excidium Troiae del siglo XIII es, en partes, míticamente más fidedigna
que la Ilíada. Cuando se quiere
explicar una narración mitológica o seudo-mito-lógica se debe prestar siempre
una atención cuidadosa a los nombres, el origen tribal y los destinos de los
personajes que en ella figuran y luego darle de nuevo la forma de ritual
dramático, con lo cual sus elementos incidentales sugerirán a veces una
analogía con otro mito al que se ha dado una torsión anecdótica completamente
diferente y arrojarán luz sobre los dos.
Un estudio de la
mitología griega debería comenzar con un análisis de los sistemas políticos y
religiosos que prevalecían en Europa antes de la llegada de los invasores arios
procedentes del norte y del este. Toda la Europa neolítica, a juzgar por los
artefactos y mitos sobrevivientes, poseía un sistema dé ideas religiosas
notablemente homogéneo, basado en la adoración de la diosa Madre de muchos
títulos, que era también conocida en Siria y Libia.
La Europa antigua no
tenía dioses. A la Gran Diosa se la consideraba inmortal, inmutable y
omnipotente; y en el pensamiento religioso no se había introducido aun el
concepto de la paternidad. Tenía amantes, pero por placer, y no para
proporcionar un padre a sus hijos. Los hombres temían, adoraban y obedecían a
la matriarca, siendo el hogar que ella cuidaba en una cueva o una choza su más
primitivo centro social y la maternidad su principal misterio. Por lo tanto, la
primera víctima de un sacrificio público griego era ofrecida siempre a Hestia,
diosa del Hogar. La imagen blanca y anicónica de la diosa, quizás su emblema
más difundido, que aparece en Delfos como el omphalos u ombligo, puede haber representado originalmente el
elevado montón blanco de ceniza apretadamente acumulada que encerraba el carbón
encendido, y que constituye el medio más fácil de conservar el fuego sin humo.
Más tarde se identificó gráficamente con el montón blanqueado con cal bajo el
cual se ocultaba el muñeco de cereal de la cosecha, que se sacaba germinando en
la primavera; o con el montón de conchas marinas, o cuarzo, o mármol blanco,
bajo el cual se enterraba a los reyes difuntos. No sólo la luna, sino también
(a juzgar por Hemera de Grecia y Grainne de Irlanda) el sol eran los símbolos
celestiales de la diosa. Sin embargo, en la mitología griega más antigua, el
sol cede la precedencia a la luna, que inspira el mayor temor supersticioso, no
se oscurece al declinar el año y tiene como atributo el poder de conceder o
negar el agua a los campos.
Las tres fases de la
luna nueva, llena y vieja recordaban las tres fases de doncella, ninfa (mujer
núbil) y vieja de la matriarca. Luego, puesto que el curso anual del sol
recordaba igualmente el desarrollo y la declinación de sus facultades físicas
—en la primavera doncella, en el verano ninfa y en el invierno vieja— la diosa
llegó a identificarse con los cambios de estación en la vida animal y vegetal;
y en consecuencia con la Madre Tierra, quien al principio del año vegetativo
sólo produce hojas y capullos, luego flores y frutos y al final deja de
producir. Más tarde se la pudo concebir como otra tríada: la doncella del aire
superior, la ninfa de la tierra o el mar, y la vieja del mundo subterráneo,
representadas, respectivamente, por Selene, Afrodita y Hécate. Estas analogías
místicas fomentaron el carácter sagrado del número tres, y la diosa Luna
aumentó hasta nueve sus facetas cuando cada una de las tres personas —doncella,
ninfa y anciana— apareció en tríada para demostrar su divinidad. Sus devotos
nunca olvidaron por completo que no existían tres diosas, sino una sola, aunque
en la época clásica el templo de Estínfalo en Arcadia era uno de los pocos
subsistentes donde todas ellas llevaban el mismo nombre: Hera.
Una vez admitida
oficialmente la relación entre el coito y el parto —un relato de este momento
decisivo en la religión aparece en el mito hitita del cándido Appu (H. G.
Güterbock: Kumarbi, 1946)— la
posición religiosa del hombre mejoró poco a poco y se dejó de atribuir a los
vientos o los ríos la preñez de las mujeres. Parece ser que la ninfa o reina
tribal elegía un amante anual entre los hombres jóvenes que la rodeaban, un rey
que debía ser sacrificado cuando terminaba el año, haciendo de él un símbolo de
la fertilidad más bien que el objeto de su placer erótico. Su sangre se rociaba
para que fructificasen los árboles, las cosechas y los rebaños, y su carne era,
según parece, comida cruda por las ninfas compañeras de la reina —sacerdotisas
que llevaban máscaras de perras, yeguas o cerdas. Luego, como una modificación
de esta práctica, el rey moría tan pronto como el poder del sol, con el que se
identificaba, comenzaba a declinar en el verano, y otro joven, mellizo suyo, o
supuesto mellizo —un antiguo término irlandés muy apropiado es “tanist”[1] —
se convertía en el amante de la reina, para ser debidamente sacrificado en
pleno invierno y, como recompensa, reencarnarse en una serpiente oracular.
Estos consortes adquirían el poder ejecutivo sólo cuando se les permitía
representar a la reina llevando sus vestiduras mágicas. Así comenzó la
monarquía sagrada y, aunque el sol se convirtió en un símbolo de la fertilidad
masculina una vez identificada la vida del rey con el curso de sus estaciones,
siguió estando bajo la tutela de la Luna, así como el rey siguió bajo la tutela
de la reina, al menos en teoría, hasta mucho tiempo después de haber sido
superada la fase matriarcal. Así pues, las brujas de Tesalia (una región
conservadora) solían amenazar al Sol, en nombre de la Luna, con envolverlo en
una noche perpetua.(Apuleyo, Metamorfosis,
iii.16)
Sin embargo, no hay
prueba alguna de que, ni siquiera cuando las mujeres ejercían la soberanía en
las cuestiones religiosas, se negaran a los hombres algunos campos en los que
pudieran actuar sin la supervisión femenina; aunque es muy posible que
adoptaran muchas de las características del «sexo más débil» hasta entonces consideradas
funcionalmente propias del hombre. Se les podía confiar la caza, la pesca, la
recolección de ciertos alimentos, el cuidado de manadas y rebaños y la ayuda
para defender el territorio tribal contra los intrusas, con tal que no
trasgredieran la ley matriarcal. Se elegían jefes de los clanes totémicos y se
les concedían ciertos poderes, especialmente en tiempo de migración o guerra.
Las reglas para determinar quién debía actuar como supremo jefe varón variaban,
según parece, en los diferentes matriarcados: habitualmente se elegía al tío
materno de la reina, o a su hermano, o al hijo de su tía materna. El jefe
supremo de la tribu más primitiva tenía también autoridad para actuar como juez
en las disputas personales entre hombres, con tal de que no se menoscabase con
ello la autoridad religiosa de la reina. La sociedad matrilineal más primitiva
que sobrevive en la actualidad es la de los hogares de la India meridional,
donde las princesas, aunque se casan con maridos niños de los que se divorcian
inmediatamente, tienen hijos con amantes de cualquier posición social; y las
princesas de varias tribus matrilineales del África Occidental se casan con
extranjeros o plebeyos. Las mujeres de la realeza griega pre-helénica también
consideraban como cosa corriente tomar amantes entre sus siervos, si las Cien
Casas de Lócride y los locros epicefirios no fueron excepcionales.
Al principio se
calculaba el tiempo por las fases de la luna, y toda ceremonia importante se
realizaba en una de esas fases; los solsticios y equinoccios no eran
determinados con exactitud sino por aproximación a la siguiente luna nueva o
llena. El número siete adquirió una santidad peculiar porque el rey moría en la
séptima luna llena después del día más corto. Inclusive cuando, tras una cuidadosa
observación astronómica, se demostró que el año solar tenía 364 días, con
algunas horas más, hubo que dividirlo en meses —es decir ciclos lunares— antes
que en fracciones del ciclo solar. Esos meses se convirtieron más tarde en lo
que el mundo de habla inglesa sigue llamando “common-law months” (meses de
derecho consuetudinario), cada uno de veintiocho días; el veintiocho era un
número sagrado, en el sentido de que la luna podía ser adorada como una mujer,
cuyo ciclo menstrual es normalmente de veintiocho días, y que éste es también
él verdadero período de las revoluciones de la luna en función del sol. La
semana de siete días era una, unidad del mes de derecho consuetudinario, y el
carácter de cada día se deducía, al parecer, de la cualidad atribuida al
correspondiente mes de la vida del rey sagrado. Este sistema llevó a una
identificación todavía más íntima de la mujer con la luna y, puesto que el año
de 364 días es exactamente divisible por veintiocho, la serie anual de los
festivales populares se podía engranar con esos meses prescritos por la
costumbre. Como tradición religiosa, los años de trece meses sobrevivieron
entre los campesinos europeos durante más de un milenio después de la adopción
del Calendario Juliano; así Robín Hood, quien vivió en la época de Eduardo II,
pudo exclamar en una balada que celebraba el festival del Primero de Mayo:
¿Cuántos meses felices hay en el
año?
Hay trece, digo
lo que un editor Tudor
ha alterado cambiándolo por «Sólo hay doce, digo...». Trece, el número del mes
de la muerte del sol, nunca ha perdido su mala reputación entre los
supersticiosos. Los días de la semana estaban a cargo de los Titanes: los
genios del sol, de la luna y de los cinco planetas descubiertos hasta entonces,
que eran responsables de ellos ante la diosa como Creadora. Este sistema se
desarrolló probablemente en la matriarcal Sumeria.
Así el sol pasaba por
trece etapas mensuales que comenzaban en el solsticio de invierno, cuando los
días vuelven a alargarse después de su larga decadencia otoñal. El día extra
del año sideral, obtenido del año solar mediante la revolución de la tierra
alrededor de la órbita del sol, fue intercalado entre el mes decimotercero y el
primero, y se convirtió en el día más importante de los 365, la ocasión en que
la ninfa tribal elegía el rey sagrado, generalmente el vencedor en una carrera,
una lucha o un torneo de arqueros. Pero este calendario primitivo sufrió
modificaciones: en algunas regiones el día extra parece haber sido intercalado,
no en el solsticio de invierno, sino en algún otro Año Nuevo, en el día de la
Candelaria, cuando se hacen evidentes las primeras señales de la primavera; en
el equinoccio de primavera, cuando se considera que el sol llega a la madurez;
o en el solsticio estival; o en el orto de Sirio, cuando se produce la
creciente del Nilo; o en el equinoccio otoñal, cuando caen las primeras
lluvias.
La mitología griega
primitiva se relaciona, sobre todo, con las cambiantes relaciones entre la
reina y sus amantes, que comienzan con sus sacrificios anuales o bi-anuales y
terminan, en la época en que se compuso la Ilíada
y los reyes se jactaban de que «¡Somos mucho mejores que nuestros padres!», con
el eclipse de aquélla por una monarquía masculina ilimitada. Numerosas
analogías africanas ilustran las etapas progresivas de este cambio.
Una gran parte del mito
griego es historia político-religiosa. Belerofonte, por ejemplo, doma a Pegaso,
el caballo alado, y mata a la Quimera. Perseo, en una variante de la misma
leyenda, vuela a través del aire y decapita a la madre de Pegaso, la gorgona
Medusa; Marduk, un héroe babilonio, mata a la monstruosa Tiamat, diosa del Mar.
El nombre de Perseo debería escribirse propiamente Pterseus, «el destructor»; y éste no era, como ha sugerido el
profesor Kerenyi, una representación arquetípica de la Muerte, sino que,
probablemente, representaba a los helenos patriarcales que invadieron Grecia y
el Asia Menor a comienzos del segundo milenio a. de C., y desafiaron el poder
de la Triple Diosa. Pegaso le fue consagrado porque el caballo, con sus cascos
en forma de luna, figuraba en las ceremonias para producir lluvia y en la
instalación de los reyes sagrados; sus alas simbolizaban una naturaleza
celestial más bien que la velocidad. Jane Harrison ha señalado (Prolegomena to the Study of Greek Religión,
Capítulo V) que Medusa era en un tiempo la diosa misma que se ocultaba tras una
máscara profiláctica de gorgona: un rostro espantoso cuyo fin era el de
prevenir al profano contra la violación de sus Misterios. Perseo decapita a
Medusa, es decir, los helenos saquearon los principales templos de la diosa,
despojaron a sus sacerdotisas de sus máscaras de gorgonas y se apoderaron de
sus caballos sagrados —una representación primitiva de la diosa con cabeza de
gorgona y cuerpo de yegua se ha encontrado en Beocia. Belerofonte, el doble de
Perseo, mata a la Quimera licia: es decir que los helenos anularon el antiguo
calendario medusino y lo reemplazaron con otro.
Asimismo, la
destrucción por Apolo de Pitón en Delfos parece registrar la captura por parte
de los aqueos del templo de la diosa Tierra cretense; y lo mismo se puede decir
de la intentada violación de Dafne, a quien Hera metamorfoseó inmediatamente en
un laurel. Este mito ha sido citado por psicólogos freudianos como un símbolo
del horror instintivo que siente una muchacha por el acto sexual; pero Dafne
era todo menos una virgen asustada. Su nombre es una contracción de Daphoene, «la sanguinaria», la diosa en
estado de ánimo orgiástico, cuyas sacerdotisas, las Ménades, masticaban hojas de
laurel para embriagarse y periódicamente salían corriendo en noches de luna
llena asaltando a viajeros incautos y despedazando a niños o animales jóvenes;
el laurel contiene cianuro de potasio. Estos colegios de Ménades fueron
suprimidos por los helenos y sólo el bosquecillo de laurel testimoniaba que
Daphoene había ocupado anteriormente los templos: la masticación de laurel por
alguien que no fuera la sacerdotisa profética de Belfos, a la que Apolo
conservaba a su servicio en ese templo, estuvo prohibida en Grecia hasta la
época romana.
Las invasiones
helénicas de comienzos del segundo milenio a. de C., llamadas habitualmente
eólica y jónica, parecen haber sido menos destructoras que la aquea y la doria,
a las que precedieron. Pequeña bandas armadas de pastores que adoraban a la
trinidad de dioses aria —Indra, Mitra y Varuna— cruzaron la barrera natural del
monte Otris y se adhirieron, bastante pacíficamente, a las colonias
pre-helénicas de Tesalia y Grecia Central. Fueron aceptados como hijos de la
diosa local y proporcionaron a ésta reyes sagrados. De este modo una
aristocracia militar masculina se reconcilió con la teocracia femenina no sólo
en Grecia, sino también en Creta, donde los helenos consiguieron establecerse y
exportar la civilización cretense a Atenas y el Peloponeso. Con el tiempo llegó
a hablarse el griego en todo el Egeo y, en la época de Herodoto, solamente un
oráculo hablaba en un lenguaje pre-helénico (Herodoto: viii, 134-5). El rey
actuaba como el representante de Zeus, o Posidón, o Apolo, y se hacía llamar
por uno u otro de esos nombres, aunque Zeus fue durante siglos un mero semidiós
y no una divinidad olímpica inmortal. Todos los mitos primitivos sobre la
seducción de ninfas por los dioses se refieren, al parecer, a casamientos entre
caudillos helenos y sacerdotisas de la Luna locales; a los que se oponía
enconadamente Hera, o sea el sentimiento religioso conservador.
Cuando la brevedad del
reinado del rey empezó a resultar fastidiosa se convino en prolongar el año de
trece meses hasta el Gran Año de cien lunaciones, al final del cual se produce
una casi coincidencia del tiempo solar y el lunar. Pero como todavía había que
fructificar los campos y las cosechas, el rey accedía a sufrir una falsa muerte
anual y a ceder su soberanía durante un día —el intercalado, que quedaba fuera
del año sideral sagrado— al rey niño substituto, o interrex, que moría a su término y cuya sangre era utilizada para
la ceremonia de la aspersión. Luego el rey sagrado, o bien gobernaba durante
todo el período de un Gran Año, con un «tanista» como lugarteniente, o los dos
reinaban durante años alternos, o bien la reina les permitía dividir el reino
en dos mitades y reinar concurrentemente. El rey representaba a la reina en
muchas funciones sagradas, se ataviaba con las vestiduras de ella, llevaba
pechos falsos, tomaba prestada su hacha lunar como un símbolo de poder e
incluso se encargaba de su arte mágico de producir la lluvia. Su muerte ritual
variaba mucho en los detalles; podía ser despedazado por mujeres feroces,
traspasado con una lanza de pastinaca, derribado con un hacha, pinchado en el
talón con una flecha envenenada, arrojado por un acantilado, quemado en una
pira, ahogado en un estanque o muerto en un accidente de carro preparado de
antemano. Pero debía morir. Se llegó a una nueva etapa cuando los niños fueron
sustituidos por animales en el altar del sacrificio y el rey se negaba a morir
una vez finalizado su prolongado reinado. Después de dividir el reino en tres
partes y de conceder una parte a cada uno de sus sucesores, reinaba durante
otro período de tiempo con la excusa de que se había descubierto una
aproximación más estrecha del tiempo solar y el lunar, a saber diecinueve años
o 325 lunaciones. El Gran Año se había convertido en un Año Mayor.
Durante estas etapas
sucesivas, reflejadas en numerosos mitos, el rey sagrado seguía manteniendo su
posición sólo por derecho de matrimonio con la ninfa tribal, que era elegida
bien como resultado de una carrera pedestre entre sus compañeras de la casa
real, o bien por ultimogenitura, es decir, por ser la hija núbil más joven de
la rama más reciente. El trono seguía siendo matrilineal, como lo era
teóricamente incluso en Egipto, y, en consecuencia, el rey sagrado y su
«tanista», eran elegidos siempre fuera de la casa real femenina; hasta que
algún rey osado decidió por fin cometer incesto con la heredera, considerada
como su hija, y conseguir así un nuevo derecho al trono cuando hubiese que
renovar su reinado.
Las invasiones aqueas
del siglo XIII a. de C. debilitaron gravemente la tradición matrilineal. Al
parecer, el rey se las ingeniaba para reinar durante toda su vida natural;
cuando llegaron los dorios, hacia el final del segundo milenio, la sucesión
patriarcal se convirtió en regla. Un príncipe ya no abandonaba la casa de su
padre y se casaba con una princesa extranjera; ella iba a vivir con él, como
hizo Penélope convencida por Odiseo. La genealogía se hizo patrilineal, aunque
un episodio samio mencionado en la Vida
de Homero del seudo Herodoto demuestra que durante algún tiempo después de
que las Apaturias, o sea el Festival del Parentesco Masculino, habían
reemplazado al del Parentesco Femenino, los ritos consistían todavía en
sacrificios a la Diosa Madre a los que no podían asistir los hombres.
Entonces se convino en
el sistema familiar olímpico como una transacción entre los puntos de vista
helénico y pre-helénico: una familia divina de seis dioses y seis diosas,
encabezada por los cosoberanos Zeus y Hera, que formaba un Consejo de Dioses al
estilo de Babilonia. Pero tras una rebelión de la población pre-helénica,
descrita en la Ilíada como una conspiración contra Zeus, Hera quedó subordinada
a aquél, Atenea se declaró «totalmente en favor del Padre» y al final Dioniso
aseguró la preponderancia masculina en el Consejo desalojando a Hestia. Sin
embargo, las diosas, aunque quedaron en minoría, no llegaron nunca a ser
excluidas por completo —como lo fueron en Jerusalén— porque los venerados
poetas Homero y Hesíodo «habían dado a las deidades sus títulos y distinguido
sus diversas incumbencias y facultades especiales». (Herodoto: ii.53), que no
podían ser expropiados fácilmente. Es más, el sistema de reunir a todas las
mujeres de sangre regia bajo la dirección del rey para desalentar así los
posibles atentados de extraños contra un trono matrilineal, adoptado en Roma
cuando se fundó el Colegio de las Vestales, y en Palestina cuando el rey David
formó su harén regio, nunca llegó a Grecia. La descendencia, la sucesión y la
herencia por línea paterna impiden la creación de nuevos mitos; entonces
comienza la leyenda histórica y se desvanece a la luz de la historia común.
Las vidas de personajes
como Heracles, Dédalo, Tiresias y Finco abarcan varias generaciones, porque son
títulos más bien que nombres de determinados héroes. Sin embargo, los mitos,
aunque es difícil conciliarlos con la cronología, son siempre prácticos:
insisten en algún punto de la tradición, por mucho que se haya podido deformar
el significado en la narración. Tómese, por ejemplo, la confusa fábula del
sueño de Éaco, en el que las hormigas que caen de una encina oracular se
convierten en hombres y colonizan la isla de Egina después de haberla
despoblado Hera. Aquí los puntos más interesantes son: que la encina había
nacido de una bellota de Dodona, que las hormigas eran hormigas tesalias y que
Éaco era nieto del río Asopo. Estos elementos se combinaban para proporcionar
una historia concisa de las inmigraciones a Egina hacia el final del segundo
milenio a. de C.
A pesar de la semejanza
de desarrollo en los mitos griegos, todas las interpretaciones minuciosas de
leyendas detalladas estarán abiertas a discusión hasta que los arqueólogos
puedan proporcionar una tabulación más exacta de los movimientos tribales en
Grecia y de sus fechas. Sin embargo, el examen histórico y antropológico es el
único razonable; la teoría de que la Quimera, la Esfinge, la Gorgona, los
Centauros, los Sátiros y otros seres parecidos son precipitaciones ciegas del
inconsciente colectivo jungiano a las que nunca se ha atribuido, ni se podía
atribuir, un significado preciso, es desmostrablemente falsa. Las edades del
bronce y la primitiva del hierro en Grecia no fueron la infancia de la
humanidad, como indica el Dr. Jung. El que Zeus se tragara a Metis, por
ejemplo, y luego diera a luz a Atenea a través de un orificio abierto en su
cabeza, no es una fantasía irreprimible, sino un ingenioso dogma teológico que
incluye por lo menos tres opiniones contradictorias:
1) Atenea era la hija partenogénica de
Metis; es decir la persona más joven de la Tríada encabezadas por Metis, diosa
de la Sabiduría.
2) Zeus tragó a Metis; es decir que los
aqueos suprimieron su culto y atribuyeron toda la sabiduría a Zeus como su dios
patriarcal.
3) Atenea era hija de Zeus; es decir que
los aqueos adoradores de Zeus no destruyeron los templos de Atenea a condición
de que sus adoradores aceptaran la soberanía suprema de Zeus.
La deglución de Metis
por Zeus, con su consecuencia, tenía que ser representada gráficamente en las
paredes de un templo; y así como el erótico Dioniso —en otro tiempo hijo
partenogénico de Semele— renació de su muslo, también la intelectual Atenea
renació de su cabeza.
Si algunos mitos
desconciertan a primera vista ello se debe con frecuencia a que el mitógrafo ha
interpretado mal, accidental o deliberadamente, una imagen sagrada o un rito
dramático. Yo he llamado a ese procedimiento «iconotropía» y se pueden
encontrar ejemplos de ella en todos los cuerpos de literatura sagrada que ponen
el sello sobre una reforma radical de creencias antiguas. El mito griego abunda
en ejemplos iconotrópicos. Las mesas de taller con tres patas, de Hefesto, por
ejemplo, que se trasladaban por sí solas a las asambleas de los dioses y
volvían del mismo modo (Ilíada, XVIII. 368 y ss.), no son, como sugiere
sutilmente el Dr. Charles Seltman en su Twelve
Olympian Gods, anticipaciones de los automóviles, sino discos del Sol
dorados con tres patas cada uno (como el emblema de la isla de Man), y
representan, al parecer, el número de los años de tres estaciones durante los
cuales se permitía reinar a un «hijo de Hefesto» en la isla de Lemnos. Asimismo
el llamado «Juicio de Paris», en el que se apela a un héroe para que decida
entre los encantos rivales de tres diosas y otorgue su manzana a la mas bella,
es el testimonio de una antigua situación ritual superada en la época de Homero
y Hesíodo. Esas tres diosas en tríada: Atenea, la doncella; Afrodita, la ninfa:
y Hera, la anciana son una sola diosa, y es Afrodita quien ofrece la manzana a
Paris, no ella quien la recibe de él. Esta manzana, que simboliza su amor
comprado por Paris al precio de su vida, será el pasaporte de este para los
Campos Elíseos, los huertos de manzanas del occidente en los que sólo son
admitidas las almas de los héroes. Un don análogo se ofrece con frecuencia en
el mito irlandés y gales, del mismo modo en que las Tres Hespérides lo ofrecen
a Heracles y Eva «la Madre de Todo lo Viviente» a Adán. Así Némesis, diosa del
bosquecillo sagrado que en el mito posterior se convirtió en un símbolo de la
venganza divina sobre los reyes orgullosos, lleva una rama de la que cuelga una
manzana, su don a los héroes. Todos los paraísos de las edades neolítica y de
bronce son islas llenas de huertos; la propia palabra paraíso debería significar «huerto».
La verdadera ciencia
del mito debería comenzar con un estudio de la arqueología, la historia y la
religión comparada, no en el consultorio del psicoterapeuta. Aunque jungianos
sostienen que «los mitos son revelaciones originales de la psique
pre-consciente, informes involuntarios acerca de acontecimientos psíquicos
inconscientes», el contenido de la mitología griega no era más misterioso que
las modernas caricaturas electorales, y en su mayor parte fue formulada en
territorios que mantenían estrechas relaciones políticas con la Creta minoica,
país lo bastante sofisticado como para contar con archivos escritos, edificios
de cuatro pisos con un sistema de cañerías higiénicas, puertas con cerraduras
de aspecto moderno, marcas de fábrica registradas, ajedrez, un sistema central
de pesos y medidas y un calendario basado en pacientes observaciones
astronómicas.
Mi método ha consistido
en reunir en una narración armoniosa todos los elementos diseminados de cada
mito, apoyados por variantes poco conocidas que pueden ayudar a determinar el
significado, y en responder a todas las preguntas que van surgiendo, lo mejor
que puedo, en términos antropológicos o históricos. Me doy buena cuenta de que
ésta es una tarea demasiado ambiciosa para que la emprenda un solo mitólogo,
por largo y arduo que sea su trabajo. Pueden deslizarse en ella errores.
Permítaseme que haga hincapié en que cualquier afirmación que se hace aquí acerca
de la religión o del, ritual mediterráneos antes de la aparición de documentos;
escritos es conjetural. Sin embargo, desde que este libro se publicó per
primera vez en 1955, me han alentado a las íntimas analogías que E. Meyrowitz
hace en su libro Akan Cosmológical Drama
(Faber and Faber) acerca de los cambios religiosos y sociales que aquí se
presumen. La población de Akan es el resultado de una antigua emigración hacia
el sur de bereberes de Libia —primos de los pobladores pre-helénicos de Grecia—
desde los oasis del desierto del Sahara (véase 3.3) y sus casamientos en
Tombuctú con negros del río Níger. En el siglo XI d. de Cristo, avanzaron
todavía más hacia el sur, hasta lo que es ahora Ghana. Cuatro tipos de culto
diferentes subsisten entre ellos. En el más primitivo adoran a la Luna como la
suprema, triple diosa Ngame, claramente idéntica a la Neith libia, la Tanit
cartaginesa, la Anatha cananea y la Atenea griega primitiva (véase 8.1). Se
dice que Ngame dio a luz los cuerpos celestiales por sus propios esfuerzos
(véase 1.1) y que luego dio vida a los hombres y animales arrojando flechas
mágicas con su arco en forma de luna nueva a sus cuerpos inertes. También se
dice de ella, en su aspecto homicida, que quita la vida, como hacía su
equivalente la diosa Luna Ártemis (véase 22.1). A una princesa de linaje real
se la juzga capaz, en épocas inestables, de ser vencida por la magia lunar de
Ngame y parir una divinidad tribal que fija su residencia en un templo y
conduce a un grupo de emigrantes a alguna región nueva. Esta mujer se convierte
en reina madre, jefe en la guerra, juez y sacerdotisa de la colonia que funda.
Entretanto la divinidad se ha revelado como un animal totémico protegido por un
tabú riguroso, aparte de la cacería anual y el sacrificio de un ejemplar único;
esto arroja luz sobre la cacería de la lechuza que realizaban anualmente los
pelasgos en Atenas (véase 97.4). Entonces se forman estados que consisten en
federaciones tribales, y la divinidad tribal más poderosa se convierte en el
dios del Estado.
El segundo tipo de
culto señala la coalescencia de Akan con los adoradores sudaneses de un dios
Padre, Odomankoma, quien pretendía haber creado el universo por sí solo (véase
4.c); los dirigían, al parecer, caudillos varones elegidos y habían adoptado la
semana de siete días sumeria. Como un mito de transacción, se dice ahora que
Ngame dio vida a la creación muerta de Odo-mankoma; y cada divinidad tribal se
convierte en una de las siete potencias planetarias. Estas potencias
planetarias —como he supuesto que sucedió también en Grecia cuando llegó del
Oriente el culto de los Titanes (véase 11.3)— forman parejas de varón y hembra.
La reina madre del Estado, como representante de Ngame, realiza un casamiento
sagrado anual con el representante de Odomankoma, es decir su amante elegido, a
quien, al terminar el año, los sacerdotes matan y desuellan. La misma práctica
parece haber prevalecido entre los griegos (véase 9.a y 21.5).
En el tercer tipo de
culto el amante de la reina madre se convierte en rey y es venerado como el
aspecto masculino de la Luna, análogamente al dios fenicio Baal Haman; y un
muchacho que desempeña el papel de rey muere en substitución de él cada año
(véase 30.1). La reina madre delega entonces los poderes de principal
funcionario ejecutivo en un visir y se concentra en sus propias funciones
fertilizantes rituales.
En el cuarto tipo de
culto el rey, habiendo conseguido el homenaje de varios reyezuelos, abroga su
aspecto de dios Luna y se proclama rey Sol al estilo egipcio (véase 67.1 y 2).
Aunque sigue celebrando el casamiento sagrado anual, se libera de la
dependencia de la Luna. En esta etapa el casamiento patrilocal reemplaza al
matrilocal, y a las tribus se les proporciona antepasados varones heroicos a
los que puedan adorar, como sucedió en Grecia, aunque la adoración del sol
nunca desalojó allí a la adoración del trueno.
Entre los akan, cada
cambio en el ritual de la corte queda señalado por una agresión al mito
aceptado de los acontecimientos celestiales. Así, si el rey ha nombrado a un
portero real para dar más lustre a su oficio lo ha casado con una princesa, se
anuncia que un portero divino del Cielo ha hecho lo mismo. Es probable que el
casamiento de Heracles con la diosa Hebe y su designación como portero de Zeus
(véase 145.i y j) reflejara un acontecimiento análogo en la corte de Micenas; y
que los banquetes divinos en el Olimpo reflejaran celebraciones análogas en
Olimpia bajo la presidencia conjunta del rey supremo de Micenas, semejante a
Zeus, y la suma sacerdotisa de Hera en Argos.